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OTRA VERDAD INCÓMODA y mil razones más para votar por PETRO y FRANCIA, porque con ellos gana La Guajira, incluso la minería…

Partamos de la base de que habrá necesidad de reconocer y decir la verdad

de lo ocurrido en La Guajira por cuenta de la llamada gran minería del

Cerrejón, admitiendo que de una u otra forma este importante ejercicio de la

economía internacional constituyó un momento disruptivo en la vida de los

nativos de la península, incluso, de mucha gente de la región caribe, un

poquito después de los picos de la denominada bonanza marimbera, que

también representó otro impactante fenómeno histórico de quiebre social y

económico, independiente de juicios, balances y pesos y contrapesos que se

hagan al respecto. Creemos que, en el ámbito de lo local, por lo menos en

eso, es decir, en aquello que aún no se ha reconocido, decir la verdad oculta

de la minería abusiva, escondida y disimulada a punta de tapetape, sería uno

de los condimentos indispensables para cocinar la sabrosa sopa de la paz

estable y duradera que necesitamos los colombianos.

Dentro de poco, falta algo menos de diez años, la minería puya el burro,

recoge sus trastos y se va., de manera que resulta indispensable interrogarlos

ahora cuando, además, predomina el clima favorable en el país para decir la

verdad y pedir perdón a los indígenas y negros, principalmente afectados. La

gracia y mérito de esta verdad es que sea completa, que diga con quienes se

apoyó en las diferentes ramas del poder público y ojalá que se diga quiénes

fueron los líderes políticos de entonces que determinaron o contribuyeron a

determinar tantas cosas feas que pasaron, de las cuales consideramos

nuestro deber recordar algunas:

Empecemos por donde empezaron: la constitución del Resguardo de la Alta y

Media Guajira, mediante Resolución del Incora en el año 1984, apoyándose

en el viejo y manido truco de que las tierras de los indígenas eran baldías,

como quien dice, tierras del gobierno, y con ese cuento chimbo aparecieron

dizque adjudicándole al pueblo wayuu lo que ya era del pueblo wayuu, algo

así como 1,200.000 hectáreas, claro, aprovechando para apartar y agarrar,

léase robar, exactamente 1195 hectáreas en la zona de Media Luna,

suficientes para las obras de infraestructura, tales como puerto, aeropuerto,

terminal férreo y una ciudadela industrial. Se salvó el Cabo de la Vela, porque

los gigantes taladros disponibles no tenían la capacidad para remover las

rocas del sitio escogido originalmente para construir el puerto. A este

fenómeno de desposesión del territorio ancestral le colocaron el nombre de

reserva. Pasó igual cosa con las tierras que requirieron para la carretera y la

vía del ferrocarril.

Mientras esto ocurría avanzaban con otra letal herramienta jurídica contra

los pequeños y medianos propietarios de tierras del sur, que no era otra cosa

que un arma ilegal y burda de ataque terrófago, como eran las llamadas

reservas que Carbocol solicitaba al Incora, y la dócil Junta Directiva de este

Instituto, al servicio de la empresa norteamericana, accedía con prontitud, y

como por arte de magia pasaban automáticamente a engrosar al patrimonio

de la empresa de la familia Rockefeller. Este cuentico de las reservas se les

acabó cuando el suscrito obtuvo una sentencia de la Sección Tercera del

Consejo de Estado que decretó la nulidad de las resoluciones del Incora que

habían arrebatado los derechos a los campesinos afrocolombianos de los

predios de Los Cocos, Zona Caracolí, Peor es Nada y Los Cerritos. La patriótica

ponencia estuvo a cargo del consejero Carlos Betancur Jaramillo, por si a

alguien se le ocurre inventarle un merecido monumento en la plaza de Hato

Nuevo o Barrancas. Al mismo tiempo, creo que fue en la misma semana, y en

medio de tensiones, obtuve la sentencia T 528 de 1992 de la Corte

Constitucional, de la cual fue ponente el Magistrado Fabio Morón Díaz,

también, por si acaso se les ocurre un homenaje póstumo, mediante la cual la

empresa Intercor quedaba condenada a respetar a los negros e indígenas de

las comunidades de Caracolí y Espinal. El resultado habría sido maravilloso si

no hubiese sido tan exitosa la enorme capacidad de la empresa para dividir a

las comunidades y hacerse al cariño de connotados dirigentes políticos

locales.

Ya habían asaltado a Manantial y se preparaban para atacar a Tabaco con

otra forma delincuencial, de las peores que se inventaron con la ayuda del

gobierno nacional, del poder político local, alcaldes, jueces, fiscales, la iglesia

y no menos de 500 uniformados: una verdad completa sobre este caso

implicaría revelarle al país los nombres de autores, cómplices y encubridores

del ataque ilegal de que fue víctima esta comunidad afroguajira de

trabajadoras y trabajadores del campo colombiano. Sabemos que será,

parafraseando al ex vicepresidente Al Gore, otra verdad incómoda, pero hay

que decirla.

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