OTRA VERDAD INCÓMODA y mil razones más para votar por PETRO y FRANCIA, porque con ellos gana La Guajira, incluso la minería…
- Armando Pérez Araújo
- 16 feb 2024
- 3 Min. de lectura
Partamos de la base de que habrá necesidad de reconocer y decir la verdad
de lo ocurrido en La Guajira por cuenta de la llamada gran minería del
Cerrejón, admitiendo que de una u otra forma este importante ejercicio de la
economía internacional constituyó un momento disruptivo en la vida de los
nativos de la península, incluso, de mucha gente de la región caribe, un
poquito después de los picos de la denominada bonanza marimbera, que
también representó otro impactante fenómeno histórico de quiebre social y
económico, independiente de juicios, balances y pesos y contrapesos que se
hagan al respecto. Creemos que, en el ámbito de lo local, por lo menos en
eso, es decir, en aquello que aún no se ha reconocido, decir la verdad oculta
de la minería abusiva, escondida y disimulada a punta de tapetape, sería uno
de los condimentos indispensables para cocinar la sabrosa sopa de la paz
estable y duradera que necesitamos los colombianos.
Dentro de poco, falta algo menos de diez años, la minería puya el burro,
recoge sus trastos y se va., de manera que resulta indispensable interrogarlos
ahora cuando, además, predomina el clima favorable en el país para decir la
verdad y pedir perdón a los indígenas y negros, principalmente afectados. La
gracia y mérito de esta verdad es que sea completa, que diga con quienes se
apoyó en las diferentes ramas del poder público y ojalá que se diga quiénes
fueron los líderes políticos de entonces que determinaron o contribuyeron a
determinar tantas cosas feas que pasaron, de las cuales consideramos
nuestro deber recordar algunas:
Empecemos por donde empezaron: la constitución del Resguardo de la Alta y
Media Guajira, mediante Resolución del Incora en el año 1984, apoyándose
en el viejo y manido truco de que las tierras de los indígenas eran baldías,
como quien dice, tierras del gobierno, y con ese cuento chimbo aparecieron
dizque adjudicándole al pueblo wayuu lo que ya era del pueblo wayuu, algo
así como 1,200.000 hectáreas, claro, aprovechando para apartar y agarrar,
léase robar, exactamente 1195 hectáreas en la zona de Media Luna,
suficientes para las obras de infraestructura, tales como puerto, aeropuerto,
terminal férreo y una ciudadela industrial. Se salvó el Cabo de la Vela, porque
los gigantes taladros disponibles no tenían la capacidad para remover las
rocas del sitio escogido originalmente para construir el puerto. A este
fenómeno de desposesión del territorio ancestral le colocaron el nombre de
reserva. Pasó igual cosa con las tierras que requirieron para la carretera y la
vía del ferrocarril.
Mientras esto ocurría avanzaban con otra letal herramienta jurídica contra
los pequeños y medianos propietarios de tierras del sur, que no era otra cosa
que un arma ilegal y burda de ataque terrófago, como eran las llamadas
reservas que Carbocol solicitaba al Incora, y la dócil Junta Directiva de este
Instituto, al servicio de la empresa norteamericana, accedía con prontitud, y
como por arte de magia pasaban automáticamente a engrosar al patrimonio
de la empresa de la familia Rockefeller. Este cuentico de las reservas se les
acabó cuando el suscrito obtuvo una sentencia de la Sección Tercera del
Consejo de Estado que decretó la nulidad de las resoluciones del Incora que
habían arrebatado los derechos a los campesinos afrocolombianos de los
predios de Los Cocos, Zona Caracolí, Peor es Nada y Los Cerritos. La patriótica
ponencia estuvo a cargo del consejero Carlos Betancur Jaramillo, por si a
alguien se le ocurre inventarle un merecido monumento en la plaza de Hato
Nuevo o Barrancas. Al mismo tiempo, creo que fue en la misma semana, y en
medio de tensiones, obtuve la sentencia T 528 de 1992 de la Corte
Constitucional, de la cual fue ponente el Magistrado Fabio Morón Díaz,
también, por si acaso se les ocurre un homenaje póstumo, mediante la cual la
empresa Intercor quedaba condenada a respetar a los negros e indígenas de
las comunidades de Caracolí y Espinal. El resultado habría sido maravilloso si
no hubiese sido tan exitosa la enorme capacidad de la empresa para dividir a
las comunidades y hacerse al cariño de connotados dirigentes políticos
locales.
Ya habían asaltado a Manantial y se preparaban para atacar a Tabaco con
otra forma delincuencial, de las peores que se inventaron con la ayuda del
gobierno nacional, del poder político local, alcaldes, jueces, fiscales, la iglesia
y no menos de 500 uniformados: una verdad completa sobre este caso
implicaría revelarle al país los nombres de autores, cómplices y encubridores
del ataque ilegal de que fue víctima esta comunidad afroguajira de
trabajadoras y trabajadores del campo colombiano. Sabemos que será,
parafraseando al ex vicepresidente Al Gore, otra verdad incómoda, pero hay
que decirla.
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